GABRIELA IZCOVICH

Publicaciones

 

Primera edición de sus obras de teatro: Bocas de regsitro, Todos hablan, Por favor sentate, Sin voz y Cosas que pasan.

 

Publicado por editorial Losada, colección Gran teatro.

Cuentos

 

...en la soledad de mi casa, mientras mis hijos estaban en el colegio, escribía cuentos. No estaba dentro de mis planes hacerlo. Simplemente un día me senté frente a la computadora y comencé a teclear ideas, situaciones, descripciones de ambientes. Guiada por estados de ánimo sobre los que no tenía deseos de reflexionar, sino volcarlos fuera de mí para que hablaran por sí mismos. Que fueran tan sólo la expresión de algo que sucede, un grito, una carcajada, una sonrisa, una queja, una añoranza, la expresión de un deseo incumplido o la enorme satisfacción de que se haya concretado. Fue ahí cuando me di cuenta de que de todo eso podían salir cuentos. Supongo que debido a mi experiencia en adaptar novelas teatralmente, mis cuentos tenían, en la mayoría de los casos, un sello dramatúrgico. Y supongo también, que por mi eterno afán de que las historias se materialicen, de que los personajes cobren vida, y de que el lector pueda encontrarse con ellos, decidí conformar Todos Hablan.

Pool

de Gabriela Izcovich

Ella baja lentamente una escalera que da a un sótano. Ve un cúmulo de cabezas masculinas bajo una lámpara. Todas apuntan hacia una misma dirección, como un scrum. Hombres concentrados en un punto: una bola negra de marfil quieta sobre un paño verde.

Baja unos escalones más para introducirse en ese ambiente lúgubre cargado de humo y silencio. Se acerca con paso lento a la mesa de pool. El sonido de sus pasos sobre el piso enrarecen aún más el ambiente. De pronto, un taco golpea una bola produciendo un ruido seco. Las cabezas se mueven apenas, para luego volver a inmovilizarse.

Nadie la mira a pesar de que es atractiva. Lleva jeans y una polera negra.

Un cigarrillo encendido se consume sobre el cenicero. Ella se acerca y le da una pitada.

Uno de los hombres retira su taco de la mesa. Apoya uno de los vértices sobre el piso y frota la punta con una tiza color turquesa. Mira a la mujer.

-¿Qué es eso?, pregunta ella señalando la tiza.

- Tiza, contesta él, lacónicamente.

- Tiza, repite ella sin dejar de observarlo.

Los demás hombres levantan la mirada. Ella les sonríe.

- ¿Quién gana?, pregunta.

Nadie contesta.

- Pregunté quién gana.

- Aún no se sabe, dice el hombre de la tiza, dirigiéndose al cigarrillo ya casi consumido.

- ¿Y cuándo lo vamos a saber?

-Más adelante, contesta el hombre pitando el cigarrillo. Lo apaga y lentamente retoma su juego.

Las cabezas masculinas vuelven a agruparse. Ella no deja de

mirarlos. Una bola golpeada golpea a otra.

- ¿Hay que meter la bola en el agujero?, pregunta ella.

El hombre de la tiza incorpora apenas la cabeza para mirarla pero no le contesta.

Pasan los minutos, que parecen horas, y la concentración de los hombres sobre su juego se vuelve agobiante.

Ella suspira.

No la miran.

Deja caer su cartera al suelo.

No la miran.

Ella se acerca a la mesa de pool y se acuesta boca arriba sobre el paño verde haciendo que la bola amarilla golpee a la roja, la cual a su vez desplaza a una negra que finalmente cae en un agujero.

La miran.

- Salí de acá, dice el hombre de la tiza.

Ella menea la cabeza a un lado y al otro.

Uno de los hombres, de cabello gris y ojos negros, la empuja con el palo.

Ella contrae su cuerpo y se queda estática.

Otro de los hombres, más gordo y morrudo, la golpea aún con más fuerza.

Ella se acurruca como una bola.

Otro palazo, que viene del hombre de la tiza, le pega con violencia hasta hacerle sangrar la cabeza.

Otro golpe y otro.

Palazos que la mueven de un lado a otro sobre la mesa de pool.

Mientras ella, sujetando la cabeza entre sus manos, murmura palabras... incomprensibles.

Aperitivo

de Gabriela Izcovich

“Si pudiera despojarme de este dolor y arrojarlo por la ventana... Verlo fuera de mí, flotando en el aire”, susurra Carla apoyando la frente sobre el vidrio.

Suena el timbre del portero eléctrico.

-Son ellos, dice Ana apareciendo. Llegaron, están subiendo. ¿Estoy bien?

- Estás preciosa, le responde Carla.

-Vos también. ¿Pongo música?

-Como quieras.

Vuelve a escucharse un timbre.

- ¿Abrís vos?, pregunta Ana.

- No, sos vos la dueña de casa.

Ana abre la puerta de entrada para recibir a Gustavo y a Claudio. Claudio la besa suavemente en los labios y le acaricia el pelo.

- Él es Gustavo, dice Claudio.

- Así es, soy Gustavo, espero no decepcionarlas.

- Y ella es Carla, mi hermana. Estábamos por poner música, dice Ana, que parece brillar más que nunca. Carla la observa con ternura. Claudio y Ana son pareja desde hace seis meses. A pesar de no haberlo visto nunca antes, Carla tiene la sensación de conocer a Claudio desde hace tiempo. Ana se lo fue describiendo por teléfono, detalladamente, a medida que lo iba descubriendo. Cada parte de su cuerpo, su voz, sus cambios de ánimo. “¿Y hoy?, ¿qué tenemos de nuevo?”, preguntaba Carla a su hermana, día tras día.

- Tenía muchas ganas de conocerte, dice Ana. Claudio siempre me habla de vos. Te admira.

- La admiración es mutua. Aunque debo admitir que en una cosa me destaco un poco más: en el fútbol, dice Gustavo.

- ¿Y por qué no hablamos del último partido de pool?, acota Claudio mientras se acomodan.

- Preparé un aperitivo. Me esmeré. Tengo todo listo en la cocina.

- Te ayudo, dice Carla.

- Yo la ayudo, dice Claudio. Entonces podré aprovechar y darle unos besos en la cocina.

- Ah sí, por supuesto. No voy a privarte de algo tan entrañable, dice Carla levantando sus brazos.

- Sígame entonces, caballero, dice Ana tendiéndole la mano.

Carla y Gustavo quedan solos sentados en el sillón. Se miran. Carla desvía la mirada. Los dos a la vez comienzan a hablar. Los dos a la vez callan. Los dos a la vez ríen.

- Disculpame, ¿que me ibas a decir?

- Te preguntaba si hace mucho que se conocen con Claudio.

- Millones de años. Creo que empezamos a gatear juntos. Somos como hermanos.

- Qué bien...

- ¿ Y vos, sos mayor o menor que Ana?

- ¿Qué parezco?

- Melliza.

Ríen.

- Soy la mayor. Dos años más.

- Me contó Claudio que vivís en Nueva York.

- Sobrevivo. Mi marido acaba de morir.

- Sí, lo sé.

- Trabajábamos juntos.

Claudio y Ana ingresan trayendo una gran bandeja a cuatro manos con vasos largos, maníes, papas fritas, una hielera, botellas de Cinzano, Martini, Gin, canapés. Y también traen consigo otra atmósfera. Apoyan cuidadosamente la bandeja sobre una mesa baja que está ubicada entre los sillones, mientras bromean. Claudio va hacia el equipo de música y pone un C.D. de Dexter Gordon.

La conversación que mantienen es variada. Saltan de un tema a otro. Si viéramos la escena a través de la ventana, distinguiríamos movimientos de brazos, piernas que se cruzan y se descruzan, sonrisas, algún cuerpo poniéndose de pie y volviéndose a sentar, una salida, una entrada fugaz, alguna llama de encendedor prendiendo un cigarrillo. Y el enorme esfuerzo de Carla por adaptarse a este ritmo, a esta cadencia. De pronto, como un acorde disonante irrumpiendo en una melodía armónica, apoya su espalda en el respaldo del sillón emitiendo un sonido de dolor.

- No puedo seguir adelante, Ana. No puedo.

- Tranquila, Carla. No te preocupes, dice su hermana suavemente. No te esfuerces. Sólo quiero que estés bien y que puedas disfrutar de un lindo momento.

- Sí, lo sé y te agradezco, dice inclinando la cabeza y dejando caer los brazos. Pero no puedo.

Claudio se pone de pie y va hacia el aparador para apagar la música.

- Quisiera que Miguel estuviera sentado entre nosotros, acá, junto a mí. Que pudiera prepararle un trago, pasar mi brazo por detrás de su cuello, acariciarle la nuca. Oírlo reír. Su voz... Dios mío. ¿Dónde está su voz?

- Carla, mi amor... , dice Ana.

Carla observa tristemente a Gustavo y a Claudio y se disculpa.

- No te preocupes por nosotros, dice Claudio.

- No voy a poder volver amar a ningún hombre, Gustavo, lo siento.

- No se trata de eso, Carla, dice Ana cubriéndose la cara con las manos.

Nadie más habla. Tampoco se miran. La imagen se congela como si hubiera recibido un piedrazo a través la ventana. Unos segundos más tarde, Carla quiebra esa estática imagen desarmando su cuerpo, dejándolo caer en una lenta coreografía hasta llegar al suelo, y abrazándose a su vientre, se acurruca.

- No sé qué hacer con su tristeza, dice Ana. No sé qué hacer...

Gustavo se acerca lentamente a Carla y poniéndose en cuclillas le acaricia el cabello.

- Qué lindo pelo tenés, Carla. Es muy hermoso, dice tiernamente.

 

GABRIELA IZCOVICH